El Dorado

El Dorado era un lugar mítico en América del Sur. Se creía que tenía grandes reservas de oro y los conquistadores españoles lo buscaron con gran empeño, atraídos por la idea de un lugar con calles pavimentadas de oro, en donde el preciado metal era algo tan común que se despreciaba. Muchos de ellos murieron en el intento por descubrir la ciudad y saquearla, ya que las largas expediciones transcurrían por la selva y a la dureza del terreno había que unir la falta de provisiones. El mito empezó en torno a 1530 en los Andes, en tierras hoy colombianas, donde Gonzalo Jiménez de Quesada encontró por primera vez a los Muiscas, una tribu en lo que actualmente se conoce como el Altiplano Cundiboyacense. La historia de los rituales Muiscas fue llevada a Quito por los hombres de Sebastián de Belalcázar; mezclada con otros rumores, se formó allí la leyenda de Eldorado, el hombre dorado, el indio dorado, el rey dorado. Imaginado como un lugar, El Dorado llegó a ser un reino, un imperio, la ciudad de este rey legendario.

La narración original se encuentra en la crónica El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle. Según Freyle, el cacique sacerdote de los muiscas era ritualmente cubierto en polvo de oro en el festival religioso de Guatavita, cerca del lugar donde hoy está Bogotá. En 1636 Juan Rodríguez Freyle escribió una versión, dirigida a su amigo Don Juan, cacique de Guatavita:
"...En aquella laguna de Guatavita se hacía una gran balsa de juncos, y aderezábanla lo más vistoso que podían… A este tiempo estaba toda la laguna coronada de indios y encendida por toda la circunferencia, los indios e indias todos coronados de oro, plumas y chagualas… Desnudaban al heredero (...) y lo untaban con una liga pegajosa, y rociaban todo con oro en polvo, de manera que iba todo cubierto de ese metal. Metíanlo en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios. Entraban con él en la barca cuatro caciques, los más principales, aderezados de plumería, coronas, brazaletes, chagualas y orejeras de oro, y también desnudos… Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro y esmeraldas que llevaba a los pies en medio de la laguna, seguíanse luego los demás caciques que le acompañaban. Concluida la ceremonia batían las banderas... Y partiendo la balsa a la tierra comenzaban la grita... Con corros de bailes y danzas a su modo. Con la cual ceremonia quedaba reconocido el nuevo electo por señor y príncipe."

Hubo varias expediciones en busca del mítico lugar, como la de Francisco de Orellana y Gonzalo Pizarro, que partieron de Quito en 1541 hacia el Amazonas en una más que fatídica aventura. Distintas poblaciones de Latinoamérica se llaman hoy "Eldorado", como reflejo final de toda esta mitología.

En una actitud semejante, hay quien hoy ubica nuestro Eldorado contemporáneo en cierto tiempo pasado, no remoto, que siempre fue mejor, dónde va a parar. Un tiempo en el que no había cortes de luz, ni averías de trenes, ni accidentes de metro o de aviones de militares españoles, no había cayucos ni pateras, no nevaba de mala manera ni ello provocaba atascos, las autopistas fluían de maravilla, no había incendios forestales y si los había la culpa no era del gobierno, no había inundaciones ni mareas negras, sólo hilillos de plastilina, los vertidos de hidrocarburos eran culpa de los ecologistas, de Nunca Mais y de Telecinco, y nunca de la gestión de nadie, no había corrupción urbanística ni listas de espera o problemas con la Sanidad, no había fracaso escolar alguno, el del quinto siempre pagaba el recibo de la comunidad, y el Madrid ganaba copas de Europa; el catalán y el vasco no se habían inventado, con lo que no había nadie hablándolos con tanta mala leche como ahora; los maricones estaban en los armarios y no molestaban; nadie quería educar a los ciudadanos con peregrinas ideas de convivencia y respeto democrático; nadie vendía Navarra a nadie, porque nadie la compraba; los sufrimientos de la Guerra Civil estaban perfectamente olvidados, al menos entre los no rencorosos; el Tato acudía a las cumbres hispanoamericanas; hablábamos tejano con el emperador y nos hacían fotos con el pelo revuelto en vacaciones en islas atlánticas; los terroristas mataban, pero el motivo era lo puro malos que eran y la sinrazón intrínseca al etarra, no por culpa de las alas que les hubiera dado la rendición de nadie; el gobierno no se rendía a ETA, sólo charlaba un ratillo con los etarras para que se rindieran ellos; un tiempo en que no era preciso que el gobierno diera cuentas en el Parlamento acerca de asunto alguno, pues todo era 'normal' y lo único que había era ganas de tocar... las narices de los que ladraban su rencor por las esquinas.

Y lo que echan de menos algunos españoles normales su Eldorado, que alomojó ya no vuelve...