Las memorias
"¡Mira, aquí hay una!" Se la enseñé en la distancia. Se acercó esquivando las zarzas y se la puse en la mano. La miró con extrañeza y una mezcla en su rostro de incomprensión y curiosidad. No sé si él comprendía mis sensaciones. No creo, la verdad. Pero él intuía que el momento era extraño, diferente, ¿histórico?
Es el mes de abril. 2005. Él tiene ocho años. Habíamos salido con dirección a mi tierra, por las vacaciones, un par de horas antes. Su madre está fuera de España esta semana. Y poco antes de llegar a la casa familiar salí de la autovía. Las autovías te acercan al destino y te alejan de la tierra. Fui a buscar, con él, la casa en la que viví desde que nací hasta que cumplí los ocho años. Los de él. Es como si en sus ocho años me viera a mí. Es como si quisiera volver. Pero ¿quiero volver? No. ¿Cómo voy a querer volver? Cuando tenía ocho o diez años lo que quería era ser mayor, para poder hacer cosas interesantes y menos deberes de matemáticas.
1973. Estoy en la cocina y veo por la ventana mi bici roja apoyada en la pared. Había terminado la merienda y mamá me dejaría bajar un rato. Enfrente de casa había un enorme depósito de agua. Las madres estaban de tertulia, con sus labores en la mano, en corro. Subía y bajaba por la acera, a la sombra de las acacias, en la plazuela. El sol estaba en su hora mágica. Poco más de las cinco de la tarde de un cálido mes de mayo. Me encontraba bien y ya controlaba la bici como un campeón. Como Ocaña. Creo que era un viernes...
Vuelvo a 2005. Miro alrededor y no parece el mismo lugar. Mi casa ha desaparecido. Estoy sobre ella. Han crecido hierbas, aunque se aprecia la acera y el lugar donde mi padre tenía aquel huerto; he encontrado una pequeña muestra del ladrillo de la fachada. Se la doy a mi hijo para que la guarde. El depósito sigue ahí enfrente. Pero me parece muy pequeño y destartalado. Los bloques de enfrente no son tan altos. No hay niños ni madres. Ahí están las acacias. No hace sol. No es mayo, es abril. El cielo está gris, amenaza lluvia. No hay madres con labores, no hay niños. Bueno. Seguro que no hay niños. Seguro que todos los vecinos son mayores. Unos visillos que se mueven me hacen pensar que el lugar sigue vivo. ¿Se imaginarán quién soy? Me traiciona mi búsqueda en las ruinas de mi vieja casa. Pero tenía ocho años y hoy tengo... ¿Me verán en mi hijo?
La fábrica parece más cercana, oxidada. Los campos de maíz, los frutales de la huerta del Sr. Pascual. Media vida fantaseando, pero nunca fuimos capaces de entrar a robar peras. Unos blandos. ¿Qué habrá sido de aquellos niños? Quizá esa mujer que veo tendiendo ropa era una niña de mi clase. ¿Por qué me emociono? Sí, ¡tengo a mis pies los anclajes de los columpios del patio de la escuela, que tampoco sigue en pie! Estamos a las afueras, pero parece que ahora los niños, si los hay, irán al centro. En cualquier caso, "el centro" está ahí. Se ve al final de los maizales. ¡Y parecía una expedición cuando íbamos en el 2 CV de papá!
Me giré y vi la vía del tren, a doscientos metros. Y recordé aquella aventura, con cuatro años, cuando decidí explorar el vecindario. Me acerqué a la vía y paseé a su vera hasta que, un ratillo después, veo el rostro desencajado de mi padre, que me levanta del suelo con sus manazas, sin fuerzas para gritar. Sus manazas tienen hoy setenta años...
Mi hijo se metió el pequeño trozo de ladrillo en el bolsillo del pantalón. "De recuerdo", dijo, "de tu casa". Aquí está, encima de la mesa. Lo que queda de mi casa. Tengo encima de la mesa lo que queda de mi infancia. Siempre tengo a mi infancia conmigo. Y hoy duerme en la habitación de al lado, con Las Memorias de Idhun en la mesilla. Mañana tenemos partido.
15 comentarios:
Se me hace un nudo en la garganta cada vez que miro a mi hijo (cinco años) y me pregunto qué pensará él de mí y de mi pasado cuando tenga edad para pensar (o no) en eso.
Siempre he sido reacio a contar cosas de mí a las personas más próximas, probablemente por un sentimiento de vergüenza o timidez ante lo que consideraría un acto de pesadez por mi parte, la típica imposición de los recuerdos del abuelito... aunque sea padre en este caso.
Pero quizás si yo encontrase una pequeña piedra o un trozo de ladrillo en que pudiera guardar todos los olores, los sabores, los miedos y las esperanzas de mis ocho o diez años, lo guardaría como oro en paño, avaramente escondido en no sé qué imposible caja fuerte, dentro o fuera de mi corazón.
El otro día, mi hijo se puso a juguetear con un archivador de plástico de escritorio que tengo lleno de clips de colores, plumas que no uso...
Le dije que no lo tocara, porque su hermana aún se come todo lo que pilla a su alcance y no creo que un clip sea lo mejor para su estómago.
Pensé en el archivador y en el tiempo que llevaba conmigo.
Me lo trajeron los Reyes cuando tenía 10 años (en 4º) ... así que camino de las bodas de plata... los clips tienen el mismo tiempo que el archivador.
Me ha gustado mucho la entrada. Podías fusilarla en las batallas del abuelo cebolleta.
Besotes
Si, según iba leyendo estaba pensando en El Abuelo Cebolleta. Es una entrada que encajaría perfectametne allí.
Emoción, nostalgia, infancia son sentimientos que nadie olvida sea para bien o para mal.
Gracias por hacerme recordar también mi infancia.
SAlud y República
No sabes lo bien que se te comprende cuando uno ya ha llegado a la edad de contar batallitas.
Lo cierto es que la memoria -el sentimiento que suscita- se hace tan importante en nuestras vidas que uno quisiera inmortalizarlas en los que nos siguen.
Yo nunca he olvidado desde cuando era muy pequeño lo que me contaba mi abuela sobre las tinajas de una bodega alcarreña: "Mi abuela tenía que esconderse de niña en ellas cuando venían los franceses". Ya queda poco de las tinajas pero en ellas sigo viendo el miedo de quienes, ante aquellos soldados que en 1808 invadían los pueblos, aconsejaban a sus hijas que se escondieran en las tinajas por miedo a los que se llevaban -decían- a las "pititas" (digo yo que serían "les petites filles".
La memoria es eso. Nada más y nada menos.
Un abrazo.
Os debo un Abuelo Cebolleta sobre mi vieja casa. "Las Memorias de Idhun" no es un poco fuerte para ocho años?
Se me han puesto los pelillos de punta.
Besos.
Tienes razón, Antonio. Publiqué este post a punto de irme a la cama, medio dormido, y aún convaleciente de una gripe. Si llego a estar plenamente lúcido no sé si lo hubiera hecho.
Es paradójico que sea capaz de contar este tipo de sentimientos aquí, cuando no suelo ser tan abierto.
Cualquier detalle nos retrotrae. Supongo que tendrá que ver ser cuarentón, ver a mi hijo crecer y a mi padre hacerse mayor. No podemos sujetar el tiempo.
Cuando vi el post ya publicado pensé que encajaba en lo del Abuelo Cebolleta, Maripuchi, Rafa. Ha salido muy distinto de lo que imaginé antes de empezar. Lo he llevado allí también.
Un abrazo a ambos.
Quizá "pititas" es simplemente por "petites", Ybris. Impresionante historia la que cuentas.
Gracchus, mi hijo tenía 8 años en abril de 2005, el momento del que hablo en el post. Ahora está a punto de cumplir 11. Creo que la trilogía está bien y la está empezando ahora.
Gracias, Scout (a mí también se me han puesto).
Bien Animal, nos has llevado a todos a nuestra casa de la infacia. Me he sumindo en una ensoñación mezcla de placer, una nostalgia terrible, y algun escalofrío que se parece un poquito a la pena.
Animal; te noto con una cierta alma barroca, ya que transmites algo de tristeza, nostalgia y fugacidad. En todo caso; a ver si dejas ya de marear a Telémaco (que debe estar ya hasta las narices de tanta retrospectiva sentimental) y lo llevas al presente y lo preparas para la Odisea de su futuro; que seguro que para eso te las gastas estupendamente.
En un idealista como tú, el espíritu barroco medio amagado siquiera supone una cierta renuncia o cansancio ante la realidad que se te pone cuesta arriba. Comprensible, creo que nos pasa a todos. ¡Pero ni los "joputas" que nos consideramos tus "acérrimos enemigos " queremos verte declinar lo más mínimo!.
Esta es una entrada que se te agradece por lo cálida y humana que es. ¡Ay, esos paraísos perdidos de la niñez!. ¡Y entonces queríamos ser mayores; y a la postre queremos desandar el camino, porque los misterios que queríamos desvelar resultaron ser realidades banales!
¿O sea que tenías una bici "roja" que te ha conducido al "centro"?. Un abrazo. ¡Ah!. ¡Y ten cuidado con los "joputas extremocentristas"!.
Estupendas memorias de paraísos perdidos, Animal.
No sé porqué, pero ya intuía yo que eras capaz de narrar tan bien como has hecho, que sólo faltaba que te soltaras... ;-)
Un abrazo
Perdona, Animal, quizás no me he expresado bien. No hay ni asomo de crítica al hecho de haberte animado a escribir un post así. Cuando digo que me da miedo ponerme pesado, lo limito sólo a mi familia, que es la que podría llegar a sufrir mis ataques de nostalgia si me animase a tenerlos.
Por el contrario, lo que has escrito es muy estimulante. Muchas gracias y un saludo.
Gracias, Rosamari.
Dardo, yo creo que el post rezuma el espíritu de un momento de duermevela. Me había quedado medio dormido con la radio y subí al ordenador, aún algo congestionado por la gripe. Y sí, la fugacidad de la vida es un tema que en cierto modo se te mete en la cabeza al cumplir los 40.
Mi 'bici' era una gozada. Pero creo que me llevó a la izquierda. Y tú no tienes nada de 'joputa', por mucho que te esfuerces. No conozco a tu madre, pero he visto tu cara de buena persona en un baile poco decoroso, y te he visto razonar. Que conste que en mi jerarquía particular un 'extremocentrista' es un ser muy respetable. Equivocado, pero respetable... ;-)
Gracias, Mega. La verdad es que no son temas en los que me prodigue, pero también me produce placer adoptar otras voces.
No, Antonio, no tomé como crítica tu nota. Sólo añadí una confesión en mi comentario.
Saludos
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