Aristóteles, Política (1253a):

"Según esto es, pues, evidente, que la ciudad-estado es una cosa natural y que el hombre es por naturaleza un animal político o social; [....] Y la razón por la que el hombre es un animal político (zôon politikón) en mayor grado que cualquier abeja o cualquier animal gregario es evidente. La naturaleza, en efecto, según decimos, no hace nada sin un fin determinado; y el hombre es el único entre los animales que posee el don del lenguaje. La simple voz, es verdad, puede indicar pena y placer y, por tanto, la poseen también los demás animales -ya que su naturaleza se ha desarrollado hasta el punto de tener sensaciones de lo que es penoso o agradable y de poder significar esto los unos a los otros-; pero el lenguaje tiene el fin de indicar lo provechoso y lo nocivo y, por consiguiente, también lo justo y lo injusto, ya que es particular propiedad del hombre, que lo distingue de los demás animales, el ser el único que tiene la percepción del bien y del mal, de lo justo y lo injusto y de las demás cualidades morales, y es la comunidad y participación en estas cosas lo que hace una familia y una ciudad-estado."

jueves, 15 de febrero de 2007

Las cigüeñas del 11-M

12-M de 2004. Todavía sacudidos por las noticias terribles del día anterior, recibimos la petición del Rector de observar 5 minutos de silencio a la puerta de las Facultades a las doce de la mañana.

Las aulas están vacías, pues las clases se han suspendido, pero hay estudiantes, hay profesores, hay personal de administración y servicios trabajando. Un grupo de unas cien personas.

No hace mucho frío esa mañana en Salamanca, pero el aire es gélido. El mazazo ha sido terrible. Tras el decano, todos miramos hacia los grandes árboles de la plaza, las catedrales al fondo, el cielo azul y cuatro nubes sueltas. Sólo se oye a las cigüeñas, que golpean sus picos como si estuvieran aplaudiendo. En la obra cercana de Anayita, al otro lado de la plaza, hay un grupo de obreros, pintores, albañiles, fontaneros, electricistas... terminando el nuevo aulario. Salen todos puntuales y se quedan paralizados al vernos en las escaleras del Palacio. Se quitan con todo el respeto los cascos de sus cabezas y parece como si no respirasen siquiera, con sus monos amarillos, inmóviles como las torres de la catedral, congelados como el busto de Unamuno, con los cascos en la mano, abrazándonos en la distancia. El aire se corta. No consigo tragar saliva. Algún sollozo. Silencio. Un escalofrío. Cigüeñas. Un grupo de turistas extranjeros irrumpe en la Plaza a nuestra derecha, junto al edificio del Rectorado. Se sorprenden por la escena, comprensiblemente. Y se quedan parados, mirando hacia nosotros. No se atreven a dar un paso ni a hacer un ruido mientras nosotros no nos movamos. El tiempo se detiene. Imágenes de Atocha en mi cabeza. Nadie se mueve.

Por ellos. Por las víctimas. Son nosotros. Somos ellos.

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