Las cigüeñas del 11-M
12-M de 2004. Todavía sacudidos por las noticias terribles del día anterior, recibimos la petición del Rector de observar 5 minutos de silencio a la puerta de las Facultades a las doce de la mañana.
Las aulas están vacías, pues las clases se han suspendido, pero hay estudiantes, hay profesores, hay personal de administración y servicios trabajando. Un grupo de unas cien personas.
No hace mucho frío esa mañana en Salamanca, pero el aire es gélido. El mazazo ha sido terrible. Tras el decano, todos miramos hacia los grandes árboles de la plaza, las catedrales al fondo, el cielo azul y cuatro nubes sueltas. Sólo se oye a las cigüeñas, que golpean sus picos como si estuvieran aplaudiendo. En la obra cercana de Anayita, al otro lado de la plaza, hay un grupo de obreros, pintores, albañiles, fontaneros, electricistas... terminando el nuevo aulario. Salen todos puntuales y se quedan paralizados al vernos en las escaleras del Palacio. Se quitan con todo el respeto los cascos de sus cabezas y parece como si no respirasen siquiera, con sus monos amarillos, inmóviles como las torres de la catedral, congelados como el busto de Unamuno, con los cascos en la mano, abrazándonos en la distancia. El aire se corta. No consigo tragar saliva. Algún sollozo. Silencio. Un escalofrío. Cigüeñas. Un grupo de turistas extranjeros irrumpe en la Plaza a nuestra derecha, junto al edificio del Rectorado. Se sorprenden por la escena, comprensiblemente. Y se quedan parados, mirando hacia nosotros. No se atreven a dar un paso ni a hacer un ruido mientras nosotros no nos movamos. El tiempo se detiene. Imágenes de Atocha en mi cabeza. Nadie se mueve.
Por ellos. Por las víctimas. Son nosotros. Somos ellos.
Por ellos. Por las víctimas. Son nosotros. Somos ellos.
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